Aburridos
Gustavo y Carolina se encuentran en el lugar de siempre. Él ha llegado tarde. Se saca los audífonos negros. Carolina le pregunta que por qué ha llegado tan tarde. Cruzan la avenida Comandante Espinar a la altura del Óvalo Gutiérrez. Gustavo pone una cara muy seria diciendo que este ha sido un día muy raro. No le cuenta que se despertó a las dos y media de la tarde, ni que se masturbó todo el día pensando en ella, ni que compró, no sabe bien por qué, cajas y cajas de ansiolíticos. Todo eso se lo guarda para sí.
Cuando llegan, Carolina se sienta en la cafetería del centro cultural y él hace cola para comprar las entradas. Mientras esperan que comience la función, conversan y se toman un par de capuchinos. No conversan exactamente, más bien ella se dedica a hablarle de gente que Gustavo todavía no conoce. En determinado momento, ella le pregunta:
- ¿Te sucede algo?
Gustavo le responde negando la cabeza, repitiéndole que este ha sido un día muy raro. La cafetería está repleta de gente que habla en voz muy baja, los mozos están correctamente uniformados y van de mesa en mesa. Los capuchinos deben costar entre seis y siete soles cada uno. Después de un rato, Gustavo le dice:
- Soñé algo muy raro.
Carolina sonríe.
- ¿Qué soñaste? -le pregunta.
Gustavo agacha la cabeza. Está vestido con una camisa Oscar de la Renta y un pantalón Lacoste. Toma a Carolina de la mano. Ella lleva una blusa blanca, una falda negra y medias oscuras de nylon. Gustavo se acerca un poco más y le dice:
- Soñé que fumaba con Ollanta.
- ¿Qué?
- Con Humala -Gustavo mira a ambos lados-, fue horrible.
- ¿Y cómo era?
Gustavo se reincorpora sobre su asiento, se endereza. Le da un sorbo a su capuchino. Se fija en la hora en su reloj plateado que está sujeto a una de sus muñecas. Después de un rato, dice:
- Era un pobre diablo. Cuando ganaba las elecciones, yo le decía a la gente: pero si es un drogadicto, yo mismo lo he visto fumar. Parecía que nadie me quería hacer caso…
- Pobre.
Cuando comienza la función, Gustavo y Carolina ya han tomado su capuchino y están sentados en la quinta fila. La obra se llama “Cinco mujeres con un mismo vestido”. Es entretenida y para beneplácito de Gustavo, una de las actrices a la que él mismo calificó de “sexy e impredecible”, se sube el polo un momento durante el segundo acto.
Cuando salen del centro cultural, ambos se abrazan y se besan. Son casi las doce de la noche y es sábado. Comentan divertidos la obra y se compran helados Donofrio en un grifo que encuentran en el camino. Se sientan en una banca en un parque y se ponen a conversar. Falta una semana para las elecciones, así que ambos discuten por quién va a votar cada uno. Mientras lo hacen, Gustavo logra meter una mano debajo de la blusa de Carolina. Ella dice que Lourdes Flores es la candidata más coherente. Gustavo insiste en votar por Susana Villaran y se burla de candidatos como Humberto Lay y el tipo que quiso traer a Santana.
Después de un rato ya se terminaron sus Copa Esmeralda y están regresando por donde vinieron. Es cuando Gustavo le dice a Carolina que tiene algo muy importante qué decirle, así que la cosa se pone tensa. Un chico que pasaba por ahí se los quedó mirando discutir abrazados. Era ése tipo de conversaciones que se ve a menudo. Parece que la relación de la mayoría de parejas suele colgar de un delgado hilo.
Una vez que Gustavo ha terminado de decirlo todo, Carolina mira un punto en la nada. Ambos se quedan callados un buen rato. Pasan una media hora más sentados en la acera de aquel parque, en San Isidro, mirando a los dos niños fumar de una cajita de fósforos. Llevan bicicletas, están bronceados por el sol y hablan de Pink Floyd.
Carolina piensa en lo que le dijo Gustavo, eso de que no estaban avanzando, que el estancamiento no es saludable a ninguna escala. Que la han pasado bien el tiempo que han estado juntos, que a pesar de terminar con ella, él la va a seguir queriendo. Sólo que las cosas con el tiempo se pueden malograr.
Antes de que ella tome el micro para que se vaya a su casa, Gustavo logra abrazarla y preguntarle si puede volver con él. Después de todo, no están tan estancados. Aunque parezca mentira, Carolina acepta.
Se besan un buen rato.
Son más de las dos de la mañana. Gustavo y Carolina salen de El Olivar de la mano. Caminan atravesando los lugares iluminados por los grandes postes de luz. Pasan junto a una casa de ladrillos rojos donde sale música en vivo y parece que celebraran una fiesta. Hay todo tipo de carros finos y un negro vestido de gala. Como no tienen nada más qué decirse, Carolina pregunta:
- ¿Nos estaremos volviendo aburridos?
Gustavo la mira. Están tomados de la mano. No entiende muy bien la naturaleza de aquella pregunta, pero aún así dice:
- No tiene por qué ser divertido.
Una vez en el taxi, Gustavo no deja de repetirle a Carolina que el aburrido es él. Por supuesto que ella le dice que no. Gustavo está tan perdido en sus brazos y está tan concentrado en trasmitirle aquella sensación, que apenas puede darse cuenta de que ella está sonriendo.
Gustavo y Carolina se encuentran en el lugar de siempre. Él ha llegado tarde. Se saca los audífonos negros. Carolina le pregunta que por qué ha llegado tan tarde. Cruzan la avenida Comandante Espinar a la altura del Óvalo Gutiérrez. Gustavo pone una cara muy seria diciendo que este ha sido un día muy raro. No le cuenta que se despertó a las dos y media de la tarde, ni que se masturbó todo el día pensando en ella, ni que compró, no sabe bien por qué, cajas y cajas de ansiolíticos. Todo eso se lo guarda para sí.
Cuando llegan, Carolina se sienta en la cafetería del centro cultural y él hace cola para comprar las entradas. Mientras esperan que comience la función, conversan y se toman un par de capuchinos. No conversan exactamente, más bien ella se dedica a hablarle de gente que Gustavo todavía no conoce. En determinado momento, ella le pregunta:
- ¿Te sucede algo?
Gustavo le responde negando la cabeza, repitiéndole que este ha sido un día muy raro. La cafetería está repleta de gente que habla en voz muy baja, los mozos están correctamente uniformados y van de mesa en mesa. Los capuchinos deben costar entre seis y siete soles cada uno. Después de un rato, Gustavo le dice:
- Soñé algo muy raro.
Carolina sonríe.
- ¿Qué soñaste? -le pregunta.
Gustavo agacha la cabeza. Está vestido con una camisa Oscar de la Renta y un pantalón Lacoste. Toma a Carolina de la mano. Ella lleva una blusa blanca, una falda negra y medias oscuras de nylon. Gustavo se acerca un poco más y le dice:
- Soñé que fumaba con Ollanta.
- ¿Qué?
- Con Humala -Gustavo mira a ambos lados-, fue horrible.
- ¿Y cómo era?
Gustavo se reincorpora sobre su asiento, se endereza. Le da un sorbo a su capuchino. Se fija en la hora en su reloj plateado que está sujeto a una de sus muñecas. Después de un rato, dice:
- Era un pobre diablo. Cuando ganaba las elecciones, yo le decía a la gente: pero si es un drogadicto, yo mismo lo he visto fumar. Parecía que nadie me quería hacer caso…
- Pobre.
Cuando comienza la función, Gustavo y Carolina ya han tomado su capuchino y están sentados en la quinta fila. La obra se llama “Cinco mujeres con un mismo vestido”. Es entretenida y para beneplácito de Gustavo, una de las actrices a la que él mismo calificó de “sexy e impredecible”, se sube el polo un momento durante el segundo acto.
Cuando salen del centro cultural, ambos se abrazan y se besan. Son casi las doce de la noche y es sábado. Comentan divertidos la obra y se compran helados Donofrio en un grifo que encuentran en el camino. Se sientan en una banca en un parque y se ponen a conversar. Falta una semana para las elecciones, así que ambos discuten por quién va a votar cada uno. Mientras lo hacen, Gustavo logra meter una mano debajo de la blusa de Carolina. Ella dice que Lourdes Flores es la candidata más coherente. Gustavo insiste en votar por Susana Villaran y se burla de candidatos como Humberto Lay y el tipo que quiso traer a Santana.
Después de un rato ya se terminaron sus Copa Esmeralda y están regresando por donde vinieron. Es cuando Gustavo le dice a Carolina que tiene algo muy importante qué decirle, así que la cosa se pone tensa. Un chico que pasaba por ahí se los quedó mirando discutir abrazados. Era ése tipo de conversaciones que se ve a menudo. Parece que la relación de la mayoría de parejas suele colgar de un delgado hilo.
Una vez que Gustavo ha terminado de decirlo todo, Carolina mira un punto en la nada. Ambos se quedan callados un buen rato. Pasan una media hora más sentados en la acera de aquel parque, en San Isidro, mirando a los dos niños fumar de una cajita de fósforos. Llevan bicicletas, están bronceados por el sol y hablan de Pink Floyd.
Carolina piensa en lo que le dijo Gustavo, eso de que no estaban avanzando, que el estancamiento no es saludable a ninguna escala. Que la han pasado bien el tiempo que han estado juntos, que a pesar de terminar con ella, él la va a seguir queriendo. Sólo que las cosas con el tiempo se pueden malograr.
Antes de que ella tome el micro para que se vaya a su casa, Gustavo logra abrazarla y preguntarle si puede volver con él. Después de todo, no están tan estancados. Aunque parezca mentira, Carolina acepta.
Se besan un buen rato.
Son más de las dos de la mañana. Gustavo y Carolina salen de El Olivar de la mano. Caminan atravesando los lugares iluminados por los grandes postes de luz. Pasan junto a una casa de ladrillos rojos donde sale música en vivo y parece que celebraran una fiesta. Hay todo tipo de carros finos y un negro vestido de gala. Como no tienen nada más qué decirse, Carolina pregunta:
- ¿Nos estaremos volviendo aburridos?
Gustavo la mira. Están tomados de la mano. No entiende muy bien la naturaleza de aquella pregunta, pero aún así dice:
- No tiene por qué ser divertido.
Una vez en el taxi, Gustavo no deja de repetirle a Carolina que el aburrido es él. Por supuesto que ella le dice que no. Gustavo está tan perdido en sus brazos y está tan concentrado en trasmitirle aquella sensación, que apenas puede darse cuenta de que ella está sonriendo.
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